Nadie
se daba cuenta que ella tenía las rodillas raspadas. Era tan deslumbrante su
belleza que uno no se fijaba en aquellos detalles. La tendencia generalizada
era perderse en sus ojos, o en sus sonrisa, o en aquellas curvas que desviaban
la mirada hacia la imaginación. Sin embargo, la innegable y cruel realidad es
que tenía raspaduras a lo largo y redondo de sus rótulas.
Un
día, cómo cualquier otro, que la observaba como de costumbre; me di cuenta de esta
desgracia. Al contrario de lo que uno podría imaginar, me pareció más hermosa
aún. Esas raspaduras eran prueba de su mortalidad; de que pudiera ser tocada,
besada y lastimada. Daban fe de que había vivido, amado y sufrido. No era
muñeca de porcelana, de esas que sobran en este mundo. Ella era una mujer.
La
pregunta que de manera casi obligatoria seguía era ¿por qué? “ ¿por qué las
raspaduras?” La respuesta la encontré en un “no me importa”. Lo más relevante
es que se levantó. Seguramente aparecerán otras rapaduras en esas rodillas.
Seguramente se volverá a parar. Seguramente encontrará a quien se las bese por
las noches.
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