Sunday, August 20, 2006

Sobre la tremenda soledad que implica leer y escribir.



Publicado en el Suplemento Cultural del Periódico Imparcial de Oaxaca el 8 de marzo del 2009.



"Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años."


Con esas palabras acaba el Gabo su novela, Memoria de mis putas tristes. Y yo, en cuestión de segundos, deje ese mundo tan colorido, y me encontraba en mi cuarto, en medio de un silencio que solo logró romper un suspiro melancólico que salió de mi.

A los que leemos y escribimos con locura y pasión, nos pasa esto con frecuencia. Volvemos violentamente a la realidad que nos toca vivir. El cerrar el texto o el poner un punto final nos expulsa de esa existencia ficticia que nos cautiva, y nos trae de regreso a este mundo, del cual intentamos insaciablemente de escapar. Esto repercute en nuestras vidas de la misma manera, buscamos que el romance sea tan intenso y memorable como en aquellas novelas que nos encanta leer, y, salvo que uno este leyendo El Quijote o Ulises, suelen ser igual de breves, y, al terminarse solemos quedar igual de solos.

Para los que no conocen esta soledad, compárenla con un sueño maravilloso, con una de esas aventuras nocturnas donde uno se encuentra volando, o haciendo el amor con Penélope Cruz en la ducha. O, en el caso mas parecido, cuando uno se enamora con un personaje de su sueño, y en contra de la voluntad de uno, de repente y sin previo aviso…. se despierta; a veces con ganas de llorar, y siempre con ganas de seguir soñando.

¿Acaso podemos hacer algo al respecto? ¿Existirá una manera de hacer que nuestras vidas sean tan maravillosas como nuestras novelas? No lo sé. Yo lo he intentado a través de buscar mujeres comparables con las musas de mis héroes. He pasado mi vida buscando a Dulcinea (Cervantes), Julieta (Shakespeare) o en su caso, a las femme fatal, como Helena (Homero) o Sybil (Wilde). Permítanme sacarlos de la duda, sí las he encontrado, pero ellas estaban buscando, en todo su derecho, a Romeo, no a Roberto Morris.

La misma soledad que uno siente al cerrar un libro, o a poner un punto, la siente al ser descartado por estas mujeres míticas que habitan el mismo tiempo y espacio que nosotros. Es en esa soledad, es donde nosotros encontramos nuestra vocación, en plasmarlas en papel para la posterioridad, o en proyectarlas en personajes ya desarrollados, para darle mayor vida a la obra de otros. Esto no parece justo, pero Gabriel Zaid lo resuelve majestuosamente en su poema Homero en Cuernavaca:

¿Qué le hubiera costado a Dios
que todas fueran unos mangos?
Así cada uno tendría el suyo
y nunca hubiera ardido Troya.

Pero si todas fueran bonitas
y todos inteligentes,
¿quién cuidaría la tienda
de la Historia?”

Acabo esta reflexión citando de nueva vez al Gabo: “…la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los contrariados”. Entre cerrar hace unos cuantos minutos un libro, acercarme al fin de este ensayo y haber perdido, de nueva vez una musa; me quedo con la soledad de quien escribe, de quien lee, y de quien ve a su Dulcinea galopando hacia el atardecer con cualquiera que no sea el mismo.